Salió de Francia a escape porque la Gendarmería lo buscaba para que rindiese cuentas ante la justicia por la falsificación de un cuadro de Claude Monet. En realidad solamente un jesuíta alsaciano que había servido en la Congregación para la reforma del Índice de los Libros Prohibidos, el reverendo Modeste Andlauer, sostenía esa denuncia cargada de incógnitas. El lienzo era muy bueno así que solo el propio Monet hubiese podido afirmar tajantemente su falsedad, cosa que nunca hizo. Ese silencio del artista dio pábulo al incipiente rumor sobre la falsedad total de la obra conocida del francés cuya autoría se atribuía al genio prodigioso de Amadeo Fresquet quien, sin ser consciente de una controversia que le podía haber beneficiado, retornó a España con una mano delante y otra detrás.
Recaló en una pensión cochambrosa de Madrid donde lo acogieron a regañadientes gracias a que una pariente de la patrona, a su vez paisana de Fresquet, recomendó a éste tildándolo de muy buena persona y pintor excelente. La señora Insuma, la prima de Alivio Piris paisana de Fresquet, sentenció a éste con semejante frase el primer día: “Ya ve usted, caballero, que las paredes de este templo de la hospitalidad están pidiendo a gritos una buena mano de pintura de modo que si usted me pinta yo no le cobro”.
La suerte sonrió a Fresquet y pudo dejar la Pensión Palacio de Oriente en muy pocos días gracias a un afortunado encuentro con una dama ampliamente conocedora de sus extraordinarias dotes pictóricas . Esa voraz mujer atormentaba a su esposo -una tronante gloria patria- con un incesante martilleo: “Pinta, Chimet, que renta mucho” y el atribulado esposo, suspirando, repetía como una letanía: “lo manda mi ministro de hacienda”. Para satisfacer los constantes requerimientos de este peculiar “ministro”, el artista se imponía un ritmo de trabajo tan frenético que un sector de los críticos de arte y algunos colegas llegaron a manifestar que quizá lo suyo no era impresionismo sino prisa.
La dama, pues, puso a Fresquet en nómina y éste respondió a las expectativas que había suscitado pintando con tal velocidad y acierto que los cuadros salían como buñuelos lo que le permitió instalarse en un modesto ático que había sido vivienda del cochero de un edificio señorial muy próximo a la plaza del Carmen donde radicaba el Café Central, que era la sede de una animada tertulia a la que muy pronto se unió Fresquet gracias a su erudición en la historia del arte y de la pintura. En aquel bullicioso café actuaban Las hermanas Camelias que en realidad eran Ana y Victoria Delgado dos bellezas malacitanas que interpretaban un número picantuelo de danza y cuplé muy del gusto de la constelación de intelectuales que por allí paraba.
Eclosionaba ubérrima la primavera madrileña durante los días previos a los esponsales del rey. Era la emoción de las vísperas que siempre suelen ser mejores que los propios festejos. Habían acudido a la capital los representantes de las más variadas dinastías reinantes en Europa y el resto del mundo por cristianar. Esas personas al disponer de mucho tiempo para la holganza están siempre deseosas de juerga.
Atraído por la fama de las bellezas que allí actuaban, el marajá de Kapurthala acudió al Café Central y quedó prendado de Anita a quien quiso conocer sin éxito porque la niña no estaba dispuesta a ser presa de uno de aquellos orangutanes.
El enjambre de reyes, archiduques, príncipes o marajás abandonó España en tromba por causa de los graves sucesos que se desencadenaron tras el casorio de don Alfonso XIII con la inglesa y también marchó, impelido por el mimetismo pues otro temor no podía albergar semejante y exótico desconocido, el marajá que se fue mohíno y herido sin duda por alguna certera saeta del amor. Su interés por la moza nunca decayó y mandó tantas y tan sinceras cartas de amor a la joven Anita que por fin su resistencia fue arrumbada de manera apabullante y la chiquilla, mediante una candorosa carta que hubieron de corregir entre Valle-Inclán y Romero de Torres, le contestó que se casaría con él.
Pasaron unos meses y Fresquet recibió por vía diplomática una invitación para convertirse en el pintor de la corte de Kapurthala con una asignación anual pagadera en libras esterlinas que le abrió unos ojos como platos. Su protectora y patrona cayó enferma. Fresquet se iba. La consecuencia fue terrible para el esposo de ésta que se vio impelido hacia un frenesí pictórico hasta entonces desconocido que a la larga minaría su salud.
Tras un pesadísimo viaje, que incluyó un variado elenco de medios de transporte, el recibimiento de Amadeo Fresquet en Kapurthala no pudo ser más fastuoso. Danzas ceremoniales, enramada floral de perfumes embriagadores, dos micos saltimbanquis, comida y bebida en abundancia… “Solo ha faltado el Santísimo bajo palio”, susurró Fresquet a su querida Anita tras besar casta y sumisamente su mano.
Después de un período de adaptación, que incluyó ir de vareta durante casi quince días, a Fresquet le fue muy bien en aquellas insólitas tierras; pintaba sin sufrir nervios, vivía una vida regalada y, con el permiso del marajá, atendía encargos de otros nobles o ricos vanidosos que deseaban ser retratados por el pintor del monarca. Uno de estos personajes fue el comerciante chino Bo-Gui C. Gong, dedicado al comercio de té, con quien trabó una gran amistad pues el caballero hablaba perfectamente en español y maldecía de lo lindo en el mismo idioma. De casta le venía al galgo porque aun siendo hijo de Lady Barbara Scott-Jervis eso no quitaba para que esa señora fuese en realidad la uruguaya Satanasa Cienfuegos que había levantado en Bengala un imperio a base del tráfico de opio bajo la tapadera del té. Fresquet sirvió al chino de intermediario con el marajá y en poco tiempo se hizo muy rico.
Cuando el marajá de Kapurthala y Anita Delgado decidieron separarse, él también tomó la determinación de regresar a Madrid. La despedida de Jaga (apelativo cariñoso con el que se dirigía a Su Alteza Jagatjit Singh Sahib Bahadur) fue muy emocionada; cuentan que se abrazaron largamente mientras vertían sinceras lágrimas y que el marajá le llamó hermano.
Ya asentado en España, la casualidad quiso que fugazmente Amadeo se cruzase en Valencia con doña Clotilde el día que éste salía de la notaría de don Verónico Mamierca tras legalizar la compra de una bellísima masía en su Cullera natal; dedicó a su antigua patrona unas frases de sentido pésame que ella agradeció de manera muy noble. No hubo nada más. Por el pulcrísimo y elegante aspecto del pintor y la sinceridad de sus palabras, la dama concluyó con buen tino que el silencio de Fresquet estaba asegurado.
En Cullera dejó transcurrir sus días sin acercarse jamás a un pincel y aunque pensó escribir sus memorias, cosa que hubiera sido de grandísimo interés para la historia del arte, nunca lo hizo porque, según confesó a Pepico, le había entrado una vagancia existencial muy placentera cosa que el rústico no terminó de captar.
El telegrama con la noticia del fallecimiento de Anita Delgado le llegó cuando julio alboreaba; era uno de esos días en los que el amable levante riza la mar y refresca las casas. Fresquet, con ochenta y seis años de edad, no tuvo ánimo ni fuerza para viajar a Madrid para darle el último adiós. Mandó a Pepico a lo de Salvador a encargar una paellita de fetge de bou para los dos. “En estiu, senyor amo?”, le dijo el guardés y Fresquet atajó: “Té igual”.
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