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dimecres, 15 de febrer del 2017

Publicat per Morasio en | dimecres, de febrer 15, 2017 2 comentaris
Con la edad provecta agazapada  —la muy puta— a la vuelta de la esquina, miro  atrás con melancolía  para constatar que “cualquier tiempo pasado es anterior” (Les Luthiers), que el vigor amatorio declina con los años y que ya no quedan cines de reestreno.

¡Qué tiempos aquellos —últimos sesenta y primeros setenta—  cuando todavía se fumaba  en los hospitales, en el Savoy echaban el  No-Do y tres pelis,   y si te cruzabas con un negro por la calle  lo contabas! :
                               —Mamá, he visto un negro.
                               —¡Avemaríapurísima!
                               Y rezábamos un señormíojesucristo  para pedir  que aquello no dejara secuelas indelebles en mi alma infantil.

                Como por entonces la tele de las tardes de los domingos era acaparada  por los regates  de  Amancio, Gento y  Reixach, o,  peor aún, por los capotazos  de Dominguín,  El Viti o El Cordobés  —en mi memoria ambos espectáculos, fútbol y toros,  no tenían fin— , con la paga de la semana y algún amiguete o primo mayor, yo  intentaba  aliviar el tedio dominical en alguna de las muchas salas de reestreno que por entonces se distribuían por  la ciudad: el ya mentado Savoy,  el Español, el Aliatar, el Coliseum, el  Avenida, el Paz, el Metropol, el  Alameda, el Museo, el Goya, el Jerusalén, el Triunfo, el Xerea…, tantos que hoy  casi parece mentira que en esos tiempos cutres de democaspa orgánica   existiera tal oferta en Valencia.  También estaban los finos, los  de estreno,  casi todos en la calle Ruzafa  o en las inmediaciones de la Plaza del Caudillo —Serrano, Artis, Lys, Capitol, Rex, Rialto…— , pero a esos yo no iba: ¡¿cómo podía haber gente tan tonta que pagara el doble por la mitad de placer?!
Taquilla del Cine D'or 
                En aquellas salas de sesión continua, los niños españoles forjamos nuestro proverbial carácter heroico al toque de carga del Séptimo de Caballería que, in extremis, llegaba al galope  para salvar a los honrados colonos cuando éstos, apostados tras el círculo de precarias carretas,  consumían ya sus últimas municiones: ¡ahora veréis lo que es bueno, indios infames! El entusiasmo solo era comparable con las efusiones populares ante la aparición del Enanísimo en el balcón consistorial:

—¡Franco, Franco, Franco! — se alzaba don Germán en su butaca henchido de fervor patrio cuando  el  vil piel roja que  se disponía a descargar  su tomahawk sobre la chica caía abatido por el  oportunísimo balazo del teniente.
—Siéntese, hombre, siéntese, que nos va a tapar el beso final.

Eso sí, nada de guarrerías. Lo más perturbador que contemplaron mis infantiles ojos fue a la Welch en bikini en  “Hace un millón de años”.  Algo se quebró en mi interior con aquella visión antediluviana, primigenia, espléndida, cárnica. Aún sin mostrar los pezones,  esos bultos tenían que ser pecado en sí mismos,  mi entrepierna lo intuía de forma clara y distinta. Fui  tres veces a verla (cine Español, C/Dr. Peset), más que nada para poner a prueba mi temple moral. Y por las noches, en la cama, me debatía febril urdiendo planes para salvar a esa pobre chica de los dinosaurios y de la zafia lascivia de los cromañones. Ella, aunque un poco desahogada en el atuendo, como chica noble  y  cristiana sabría apreciar mi arrojo en lo que valía. Después del salvamento seguramente nos casaríamos. La empanada mental era formidable, sí.

Pero bueno, la verdad es que en aquellos cines, aparte de la maldad intrínseca de los indios americanos, los niños preconstiucionales empezamos a descubrir otras cosas: paisajes,  ciudades,  costumbres,  gánsteres,  Bonds, a Jerry Lewis, a los Hermanos Marx,  a Fu Manchú,  y unas cuantas  tías buenas. Después, al despuntar del bigotillo, cuando  ya la pelusa comenzaba  a oscurecer los entresijos inferiores  y el susurro baboso de los curas había sido acallado por los  gritos desesperados de nuestros  genitales, la penumbra de esas salas cobijó nuestros primeros escarceos amorosos, los primeros morreos con lengua, los primeros tocamientos indecentes. Claro que como no se llegaba al  derrame completo, uno salía del cine con la cosa hinchada como una berenjena y las albóndigas en dolorosa ebullición.

Decir que en aquellos  locales se gestó el carácter de mi generación —la nacida a finales de los 50—  sería una hipérbole, pero tampoco se debe despreciar la influencia de aquella sobredosis cinematográfica y  de algunos de los iconos y mitos de la gran pantalla en una  adolescencia cuyos estímulos estaban mucho menos dispersos que en la actualidad. Cómo, pues, no recordar con nostalgia  aquellos cines.

 No sé si, como a la estrella de la radio de la canción,  el vídeo mató los cines clásicos,  si fue la depredación urbanística ansiosa por edificar en los suculentos espacios que ocupaban,  o  si quizá  fue la dinámica comercial la que llevó a acumular la oferta en multisalas mucho más asépticas y modernas… posiblemente un poco de todo eso y algunas cosas más;   pero lo cierto es que, uno a uno,  fueron cayendo —también los de estreno de siempre. De los de sesión continua el último   en cerrar fue el Metropol,  pasto de las llamas, allá por el año 1999.

Hoy, en Valencia,  solo queda el D’or  (C/ Almirante Cadarso 31) que  con su dignidad y su olor intactos  ha resistido numantinamente todos estos años  contra viento y marea,  y sospecho que contra alguna lucrativa  tentación  de compraventa —bien por usted, Sr. Fayos—; y ahora, tras bastantes años de declive y languidez  ha vuelto por sus fueros, posiblemente al socaire de una cruel crisis económica que ha devuelto a los cinéfilos a sus butacas baratas. Me alegro por él y por mí —soy usuario frecuente.
Digo que ha mantenido su olor y digo bien, porque igual que la caca huele a caca, el pescado a pescado y el conejo a… pescado, los cines de sesión continua olían a cines de sesión continua.  Quien no me crea, que vaya al D’or y esnife.
Patio de butacas del D'or



2 comentaris :

Jordi Vicent ha dit...

Comparto con Morasio que las primeras erecciones cinematográficas tal vez fueran con la "chica" de HACE UN MILLÓN DE AÑOS"

No he ido al D'OR desde los años 70. He de ir sin duda, máxime después de que allí uno puede evocar el olor de los cines de barrio de nuestra infancia.

Unknown ha dit...

Esplendida semblanza! El cine D´Or es impagable por su oferta y asequible por su precio, por lo que soy asistente constante, y doy fe de todo lo que dices.

Per a escorcollaires

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