Con la edad provecta
agazapada —la muy puta— a la vuelta de
la esquina, miro atrás con
melancolía para constatar que “cualquier
tiempo pasado es anterior” (Les Luthiers), que el vigor amatorio declina
con los años y que ya no quedan cines de reestreno.
¡Qué tiempos aquellos —últimos
sesenta y primeros setenta— cuando
todavía se fumaba en los hospitales, en
el Savoy echaban el No-Do y tres
pelis, y si te cruzabas con un negro
por la calle lo contabas! :
—Mamá,
he visto un negro.
—¡Avemaríapurísima!
Y rezábamos un señormíojesucristo para pedir que aquello no dejara secuelas indelebles en mi
alma infantil.
Como por
entonces la tele de las tardes de los domingos era acaparada por los regates de
Amancio, Gento y Reixach, o, peor aún, por los capotazos de Dominguín, El Viti o El Cordobés —en mi memoria ambos espectáculos, fútbol y
toros, no tenían fin— , con la paga de
la semana y algún amiguete o primo mayor, yo intentaba aliviar el tedio dominical en alguna de las
muchas salas de reestreno que por entonces se distribuían por la ciudad: el ya mentado Savoy, el Español, el Aliatar, el Coliseum, el Avenida, el Paz, el Metropol, el Alameda, el Museo, el Goya, el Jerusalén, el
Triunfo, el Xerea…, tantos que hoy casi
parece mentira que en esos tiempos cutres de democaspa orgánica existiera tal oferta en Valencia. También estaban los finos, los de estreno,
casi todos en la calle Ruzafa o
en las inmediaciones de la Plaza del Caudillo —Serrano, Artis, Lys, Capitol,
Rex, Rialto…— , pero a esos yo no iba: ¡¿cómo podía haber gente tan tonta que
pagara el doble por la mitad de placer?!
Taquilla del Cine D'or |
En
aquellas salas de sesión continua, los niños españoles forjamos nuestro
proverbial carácter heroico al toque de carga del Séptimo de Caballería que, in
extremis, llegaba al galope para salvar
a los honrados colonos cuando éstos, apostados tras el círculo de precarias
carretas, consumían ya sus últimas
municiones: ¡ahora veréis lo que es bueno, indios infames! El entusiasmo solo
era comparable con las efusiones populares ante la aparición del Enanísimo en el
balcón consistorial:
—¡Franco, Franco, Franco! — se
alzaba don Germán en su butaca henchido de fervor patrio cuando el vil
piel roja que se disponía a descargar su tomahawk sobre la chica caía abatido por
el oportunísimo balazo del teniente.
—Siéntese, hombre, siéntese, que
nos va a tapar el beso final.
Eso sí, nada de guarrerías. Lo
más perturbador que contemplaron mis infantiles ojos fue a la Welch en bikini
en “Hace un millón de años”. Algo se quebró en mi interior con aquella
visión antediluviana, primigenia, espléndida, cárnica. Aún sin mostrar los
pezones, esos bultos tenían que ser
pecado en sí mismos, mi entrepierna lo intuía
de forma clara y distinta. Fui tres
veces a verla (cine Español, C/Dr. Peset), más que nada para poner a prueba mi
temple moral. Y por las noches, en la cama, me debatía febril urdiendo planes
para salvar a esa pobre chica de los dinosaurios y de la zafia lascivia de los
cromañones. Ella, aunque un poco desahogada en el atuendo, como chica
noble y
cristiana sabría apreciar mi arrojo en lo que valía. Después del
salvamento seguramente nos casaríamos. La empanada mental era formidable, sí.
Pero bueno, la verdad es que en
aquellos cines, aparte de la maldad intrínseca de los indios americanos, los
niños preconstiucionales empezamos a descubrir otras cosas: paisajes, ciudades,
costumbres, gánsteres, Bonds, a Jerry Lewis, a los Hermanos
Marx, a Fu Manchú, y unas cuantas tías buenas. Después, al despuntar del
bigotillo, cuando ya la pelusa
comenzaba a oscurecer los entresijos
inferiores y el susurro baboso de los
curas había sido acallado por los gritos
desesperados de nuestros genitales, la
penumbra de esas salas cobijó nuestros primeros escarceos amorosos, los
primeros morreos con lengua, los primeros tocamientos indecentes. Claro que
como no se llegaba al derrame completo,
uno salía del cine con la cosa hinchada como una berenjena y las albóndigas en
dolorosa ebullición.
Decir que en aquellos locales se gestó el carácter de mi generación
—la nacida a finales de los 50— sería
una hipérbole, pero tampoco se debe despreciar la influencia de aquella
sobredosis cinematográfica y de algunos
de los iconos y mitos de la gran pantalla en una adolescencia cuyos estímulos estaban mucho
menos dispersos que en la actualidad. Cómo, pues, no recordar con
nostalgia aquellos cines.
No sé si, como a la estrella de la radio de la
canción, el vídeo mató los cines
clásicos, si fue la depredación
urbanística ansiosa por edificar en los suculentos espacios que ocupaban, o si
quizá fue la dinámica comercial la que
llevó a acumular la oferta en multisalas mucho más asépticas y modernas…
posiblemente un poco de todo eso y algunas cosas más; pero lo cierto es que, uno a uno, fueron cayendo —también los de estreno de
siempre. De los de sesión continua el último
en cerrar fue el Metropol, pasto
de las llamas, allá por el año 1999.
Hoy, en Valencia, solo queda el D’or (C/ Almirante Cadarso 31) que con su dignidad y su olor intactos ha resistido numantinamente todos estos
años contra viento y marea, y sospecho que contra alguna lucrativa tentación
de compraventa —bien por usted, Sr. Fayos—; y ahora, tras bastantes años
de declive y languidez ha vuelto por sus
fueros, posiblemente al socaire de una cruel crisis económica que ha devuelto a
los cinéfilos a sus butacas baratas. Me alegro por él y por mí —soy usuario
frecuente.
Digo que ha mantenido su olor y
digo bien, porque igual que la caca huele a caca, el pescado a pescado y el
conejo a… pescado, los cines de sesión continua olían a cines de sesión
continua. Quien no me crea, que vaya al
D’or y esnife.
Patio de butacas del D'or |
2 comentaris :
Comparto con Morasio que las primeras erecciones cinematográficas tal vez fueran con la "chica" de HACE UN MILLÓN DE AÑOS"
No he ido al D'OR desde los años 70. He de ir sin duda, máxime después de que allí uno puede evocar el olor de los cines de barrio de nuestra infancia.
Esplendida semblanza! El cine D´Or es impagable por su oferta y asequible por su precio, por lo que soy asistente constante, y doy fe de todo lo que dices.
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